En el reciente VI Congreso de Hidrocarburos y Energía se ha notado algunos cambios, aunque no puedo asegurar si reales o tácticos. Al margen del mensaje conciliador y moderado del presidente Evo en el acto de clausura, lo que más me llamó la atención es el cambio de discurso de las empresas en torno a los incentivos a la exploración y explotación de hidrocarburos.
Ante el anuncio de YPFB de ofrecer siete incentivos para atraer las impostergables inversiones al sector, la reacción de las empresas privadas ha sido más bien fría. Como buenas jugadoras de póker, ellas saben leer el nerviosismo del adversario y entienden que ha llegado el momento de alzar la apuesta. Por su lado, las autoridades del sector ya no hacen ningún esfuerzo para ocultar su desesperación ante el inminente fracaso de una política energética miope, ideologizada y de corto alcance.
No me refiero sólo a las múltiples chambonadas que siguen y suman, especialmente con el tema del GLP y la planta de Río Grande, sino al cuello de botella que impide incrementar producción y reservas para garantizar el mercado interno y de exportación. El escepticismo de nuestros clientes ha trascendido en los medios de prensa y los incentivos no permiten prever un cambio de rumbo.
¿Cuál es pues la objeción a los incentivos? Básicamente, se trata de parches puestos mediantes decretos a leyes mal hechas y, en un clima de desconfianza, no son una garantía para inversiones a largo plazo. Además los incentivos son un robo descarado a las regiones considerando que no pagan regalías ni IDH, como debería ser si se sincerara el costo del barril de petróleo.
El verdadero incentivo es cambiar la Ley de Hidrocarburos, especialmente la consigna del 50-50 uniforme. Esa distribución, si bien funciona para megacampos con precios altos como los actuales, vuelve no rentables los campos pequeños de gas y de líquidos, especialmente en un régimen de subvenciones. Desafortunadamente, la ideología que el MAS logró imponer en la Ley 3058 se ha consolidado en la CPE vigente, de modo que, ante la imposibilidad de realizar cambios estructurales, no queda más que acudir al paliativo de los incentivos.
Se sabe que la desesperación es mala consejera, de modo que hasta los incentivos deben aplicarse “con pienso”, como mostraré con un ejemplo.
Quien sabe el incentivo más audaz que ha aprobado hasta ahora el Gobierno es el “regalo” de 30 dólares por cada barril de crudo producido. El decreto 1202 fue aprobado con la buena intención de estimular la producción de crudo en campos que estaban siendo abandonados o descuidados por ser antieconómicos. De hecho había campos que las empresas estaban a punto de devolver a YPFB sin costo para que Chaco o Andina, subsidiarias de YPFB, pudieran operarlos.
Para ser concreto, tomaré el campo Mamoré que antes de los incentivos producía 2,600 bbl/día, lo que representaba una ganancia de 10 M$/año para Repsol. Hace pocos días se ha informado con algarabía que, gracias a los incentivos, la producción de ese campo ha subido en un 30 por ciento, es decir a unos modestos 3,400 Bbl/d. Lo que no se dijo es que la ganancia del “contratista” subió a 53 M$/año, ¡400 por ciento más!
Los privados agradecen y yo me pregunto: ¿Quién fue el genio que propuso y aprobó el incentivo sin antes terminar de recuperar para YPFB esos campos, inclusive nacionalizándolos? ¿Se puede hablar de daño económico al Estado por omisión? ¿O a tanto llega la desconfianza del Estado hacia sus propias empresas, incluyendo a YPFB, que convierte en “Mamaré” el campo Mamoré?
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