Cuesta entender la forma en la que están reaccionando las autoridades nacionales frente a los marchistas de los pueblos indígenas del oriente, que han llevado a La Paz todos aquellos valores y principios que los actuales gobernantes aseguraron profesar en su programa de gobierno y está presente en su retórica, pero no así en su práctica cotidiana, que reproduce, más bien, los viejos vicios de la política tradicional, agravados por la recuperación de una serie de símbolos y ritos castrenses que se creía superados desde 1982.
Los marchistas y sus representantes son parte de pueblos simples, que reclaman lo que consideran que es correcto y decente, y se encuentran frente a personajes —en los que seguramente alguna vez creyeron— que sólo los insultan, amenazan, agreden y que buscan enfrentarlos con otros indígenas más sectarios y profundamente violentos.
Hasta ahora, han evitado las provocaciones y, frente a la intolerancia, han decidido mostrar apertura, convencidos como están que la razón, la Constitución y las leyes los amparan.
¿Será que estos marchistas son un espejo en el que, quienes ejercen el poder, no quieren verse porque muestra en lo que éste los ha convertido? ¿Será, como señalan algunos que presumen tener información directa de los meandros del poder, que la furia les nace porque la gente de los pueblos por donde pasaron los marchistas los recibieron (como lo ha hecho el pueblo paceño) solidaria y afectuosamente, cuando sus adherentes les aseguraban que los agredirían como finalmente intentaron hacerlo sus ponchos rojos?
En todo caso, sólo el decurso del tiempo permitirá encontrar las respuestas... mientras tanto, los gobernantes debieran comprender que la legitimidad que ganan los marchistas es inversamente proporcional a la que ellos pierden.
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