Mi tierra la están cambiando...” cantaba en sus coplas el legendario folclorista argentino Atahuallpa Yupanqui, cuando desde sus zambas tristes advertía cómo su pampa gaucha estaba dejando de ser, por culpa de la mal llamada modernidad. Había visto el hombre del poncho rojo, la muerte incesante de los árboles de su tierra y la muerte temprana del cantar gaucho y pampeano. Aquella nostalgia me hizo pensar en la tierra cruceña nuestra, la del Sutó y El Dorado, a la que se llegaba por la mañanita a través de la vieja carretera a Cochabamba. Entonces, recibía al visitante un pegajoso y cálido ambiente que estremecía la piel, y este sentía pleno el aroma del verde follaje, mientras el canto de los sayubuses, jilgueros, tordos y los gorrioncillos llenaba el aire.
Cualquier cruceño podía estar orgulloso en ese entonces, de la multitud de árboles que circundaban la vieja y amable ciudad oriental, grandes motoyoés, pletóricos toborochis, inmensas palmeras de totaí, bibosis y motacuses, gallitos y romeros, sauces y cocotales y vaya a saber cuántas especies se quedan en el tintero si se quiere enumerarlas. Sin duda, Santa Cruz era un jardín que acabó destrozado por la jungla de cemento que nos hemos inventado. Si alguien echa una mirada, Santa Cruz ha crecido rauda, pensada para el automóvil y no en el peatón. Y por supuesto, sin pensar en los árboles que dan vida, oxígeno y traen la bendita lluvia. Adiós al ambiente húmedo de la bienvenida.
Ahora el clima es más seco. El polvo seco se enseñorea de la ciudad cada vez más desprovista de árboles que le den una imagen acogedora. Desde el Plan Techint y desde Noel Kempff Mercado ya nadie ha pensado en arborizar la ciudad. Los árboles mueren de pie, como dice el poeta de la llanura. Cada que se construye una vivienda o una calle, mueren árboles y se alejan los cantos de los pájaros. Ya no se escucha el canto del guajojó, de las lechuzas y búhos, que son aves dueñas de la noche. Ahora, hace cada vez más frío y viento y la gente siente que hace falta más verde y cada vez menos cemento. Camine pariente, y observe por las avenidas y calles cuánta falta hacen los árboles.
Los árboles estorban al crecimiento de la ciudad, se enredan en los cables y marcan su condena de muerte. Vienen unos hombres torpes que en vez de podarlos con cariño, los mutilan hasta la deformidad. Si se han matado árboles hasta en la Plaza Principal, cómo no se van a matar en cualquier calle o plaza, dizqué verde. Los matan como a ciudadanos indefensos en medio de la inseguridad urbana, despojándoles de sus brazos y piel verde. La gente menuda de Santa Cruz y aun la no tan pequeña, desconoce el nombre de los árboles cruceños. Ni los maestros de escuela lo saben, qué lástima, porque a los árboles de mi tierra los han condenado al ostracismo y olvido.
Mi tierra, la están matando. Y tal parece que a nadie le importa, llámese o no cruceño, dícese querendón de su tierra pero que hace justamente lo contrario. Si así hemos actuado los de adentro, nada bueno podemos esperar de los de afuera. Santa Cruz el edén, la tierra sin mal, su gente hospitalaria, todos ven que los árboles mueren de pie, pero en realidad los que morimos somos nosotros, los humanos y las aves, desprovistos del aire puro, del ambiente cálido y del equilibrio que ofrece un medio ambiente protegido. Ya podemos decir adiós al aire cálido que otrora respirábamos, adiós a los frutos en las calles y al color de las flores silvestres que alegres nos saludaban cada día.
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