Según los resultados del cuestionado Censo Nacional de Población y Vivienda 2012, solo el 41% de los más de diez millones de habitantes que hoy tiene Bolivia respondió afirmativamente a la pregunta de la boleta censal sobre pertenencia a una de las 36 comunidades indígenas reconocidas por la actual Carta Magna. El 58% hizo marcar el ‘no’ en la respectiva casilla.
Cabe recordar que conforme a los datos del censo de 2001, el 62% de la población precisaba ser indígena y un poco más del 38% se ubicaba en una latitud étnica diferente (mestiza, principalmente). O sea que en solo diez años, en Bolivia, la identidad étnico-cultural registró una considerable baja.
¿A qué factores atribuir tan sorprendente descenso? La respuesta a esta pregunta es referible a los efectos culturales de la imparable migración campo-ciudad que, sobre todo, atiborra los barrios populares de La Paz, Santa Cruz, Cochabamba y Tarija. La pérdida de la identidad cultural es una consecuencia típica en la agregación rural a lo urbano. Los hijos y nietos de los indígenas que se asientan en barrios populares se vuelven citadinos e hispanoparlantes que ya no entienden el aimara o quechua de sus padres y abuelos, de muy poca funcionalidad en las ciudades.
A consecuencia de la migración campo-ciudad, los aimaras que viven en poblaciones rurales apenas sobrepasan el millón de personas, mientras los quechuas se apuntan cifra parecida. Desde la época colonial hasta principios del siglo XX estas etnias eran aplastante mayoría en la demografía nacional (más del 80% de la población total). Hoy solo son una pequeña parte de una demografía nacional en la que predomina lo mestizo.
La agregación rural a lo urbano reduce igualmente al máximo el tamaño demográfico de las demás etnias reconocidas por la Constitución Política del Estado. Son los casos de los ayoreos, tapietes, machineris y guaraníes, principalmente. En definitiva, lo indígena va en declive, demográfica y culturalmente hablando, mientras que lo boliviano o ‘mestizo’ se afirma
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