Las malas noticias llegan justo cuando estamos recién ingresando al final de la época de bonanza y al inicio de las adversidades impuestas por la crisis internacional
Después de casi una década de haber alimentado desmesuradas expectativas sobre el potencial hidrocarburífero del Departamento de La Paz, YPFB ha reconocido, por fin, que “lamentablemente” los volúmenes de hidrocarburos obtenidos en el pozo Lliquimuni, en el norte paceño, son “cantidades no comerciales”.
Por la forma como fue presentada la noticia podría suponerse que el fracaso, con todo lo penoso que pueda ser, fue inesperado y por consiguiente quedaría atenuada la responsabilidad de quienes tomaron la decisión de gastar nada menos que 540 millones de dólares en la construcción del acceso y en las tareas de exploración. Es decir, estaríamos ante un resultado que pese a lo malo que es, estaría dentro de lo aceptable por lo imprevisible y riesgoso que es el resultado de cualquier inversión en el rubro.
Sin embargo, dados los antecedentes del caso, lo lamentable no es tanto el resultado negativo sino la inexplicable tozudez con que las autoridades gubernamentales, con la sumisa condescendencia de las de YPFB, se empecinaron en hacer tan alta apuesta a pesar de que eran muy abundantes los indicios de que ése y no otro era el desenlace previsible de la exploración. En efecto, de manera unánime, todos quienes más saben del rubro hidrocarburífero --que no son quienes tienen en sus manos tan importante sector de la economía nacional— advirtieron con mucha anticipación sobre lo insensato que era alentar falsas expectativas y, peor aún, gastar tanto dinero en ese proyecto.
Vanas fueron esas advertencias, pues desde 2011 el Gobierno insistió en que Lliquimuni tenía un potencial suficientemente grande para cambiar la historia hidrocarburífera del país. Aseguró que esa área tenía un potencial de 50 millones de barriles de petróleo y un trillón de pies cúbicos de gas y con la soberbia que ya le es característica, recurrió a todo tipo de adjetivos descalificativos contra quienes ponían en duda sus previsiones.
El caso, grave de por sí, lo es más si se considera que no es una excepción sino una confirmación de una regla que consiste en que YPFB ha guiado sus actos desde el 1 de mayo de 2006 con criterios que poco o nada tienen que ver con el rigor que exige un rubro tan complejo como el hidrocarburífero, sino con un voluntarismo inspirado en creencias ideológicas y doctrinarias que no se compadecen de la realidad.
El hecho de que Petroandina haya sido la empresa más directamente responsable de ese experimento es muy elocuente al respecto. Basta ver que Lliquimuni no es nada más que otro entre muchos fracasos cuya dimensión alcanza al estado de colapso al que ha sido llevada su empresa matriz, que es PDVSA, la estatal petrolera venezolana. No es casual, en ese contexto, que Venezuela esté en el estado en el que está.
También es alarmante que el fracaso de Lliquimuni sea uno entre otros que poco a poco van saliendo a la luz a pesar del esmero con que las autoridades de YPFB y del Gobierno central se empecinan en ocultar información sobre muchos proyectos de similar envergadura y que también se proyectan como otras tantas frustraciones.
Para empeorar aún más el panorama, las malas noticias que una tras otra se suceden llegan precisamente cuando estamos recién ingresando al final de la época de bonanza y al inicio de las adversidades impuestas por la crisis internacional de los precios de los hidrocarburos.
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