“Consternación” es la palabra apropiada para definir el sentimiento que ha causado en la población cruceña el robo perpetrado en el Museo Catedralicio de Arte Religioso en nuestra Basílica Menor de San Lorenzo, la madrugada del jueves pasado. Verdadero estupor y hasta incredibilidad se ha manifestado cuando se conoció la noticia de que algunos malvivientes, que abundan y han hecho su lugar de cosecha por estos pagos, forzaron las puertas del templo y se apropiaron de un patrimonio cultural de incalculable valor.
Hasta el momento de escribir estas líneas no se sabía con certeza qué era lo que había sido sustraído entre tantas cruces, cálices, custodias, candelabros, incensarios, coronas, tiaras, diademas, aguamaniles, vinajeras, portamisales, planchas, y en fin tantos antiguos objetos de la liturgia católica cruceña, que corresponden a nuestra más remota y rica cultura española y mestiza. A los asaltantes no les interesa, por supuesto, el origen de esas piezas tan valiosas y seguramente que su propósito, si lo consiguen, será reducir el oro y la plata a metal comerciable puro y simple, sin importarles que estén robándole parte de sus tradiciones y su historia a todo un pueblo.
Las grandes ciudades del mundo se caracterizan por los monumentos que han levantado para la mayor gloria de Dios. Es la obra magna de los hombres dedicada al Creador. Notre Dame, Reims, Chartres, en Francia; Santiago, Toledo, Burgos, León, en España; Colonia, Maguncia, Worms en Alemania; San Pedro y tantas otras en Roma; las catedrales del Kremlin en Moscú; Santa Sofía en Estambul, y un sinfín de magníficas obras que se han construido, a lo largo de siglos de trabajo, y de muchas generaciones, que sabían que jamás verían concluida la obra que habían diseñado con tanta pasión. No debe existir mayor desencanto y sacrificio que ése.
La catedral de Santa Cruz, sin ninguna pretensión y sin los años o siglos que exigieron las iglesias europeas, requirió de un esfuerzo enorme de los cruceños. Una sucesión de templos – no menor a cuatro según los entendidos – se edificaron en la esquina de nuestra plaza mayor desde la fundación de la actual Santa Cruz, hasta comienzos del siglo pasado, con el propósito de que la ciudad estuviera protegida de todos los males por una catedral digna.
Todos los habitantes de nuestra ciudad han tenido que ver de una manera u otra con la Catedral. Ya fuere por bodas, bautizos, misas de cuerpo presente cuando se estilaba, o las tan sabias homilías dominicales de nuestro Cardenal, los cruceños hemos vivido en torno a la Catedral. Y todas nuestras familias colaboraron con recursos económicos o trabajo para que este templo que nos enorgullece fuera una realidad. Mi tatarabuelo, José Mercado, donó una de las enormes campanas de la Catedral, que, en su nombre, se llamó “la Josefa”, creo que ahora en desuso por el deterioro de los años. Y mi queridísima tía Anita Suárez de Terceros ha dado más de un cuarto de siglo de su vida dedicada íntegramente al Museo Catedralicio, como su amorosa y entregada Directora. Imagino cuánto estará sufriendo ella en estas horas tristes al ver aquel patrimonio cultural asaltado y vejado por delincuentes.
Lamento no haber podido asistir, el martes pasado, justamente a un acto en el Museo Catedralicio, donde Eliana Ponce, viuda de nuestro querido y recordado Miguel Tejada Velasco, hizo entrega de mayores aportes al Museo para enriquecerlo más. Una gran pena, por cierto. Cuando ahora vemos los anaqueles de vidrio, rotos, vacíos, profanados, no podemos evitar un sentimiento de zozobra, desazón y rabia. Habrá que confiar en un milagro y esperar que ese patrimonio robado se restituya al lugar donde debe estar. Recuperar ese tesoro no es recuperar oro ni plata, eso se repone, sino volver a rescatar una parte importante de nuestro pasado, de nuestra historia.
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