Confieso que me hubiese gustado comentar la política nuclear boliviana, pero debo circunscribirme a declaraciones públicas, incluso ambiguas y contradictorias, de las autoridades del Estado.
De hecho, dada la absoluta falta de debate y transparencia acerca del llamado “programa nuclear” de Bolivia, podríamos concluir o que tal “programa” o no existe o, si existe, está rodeado de un manto de secretismo que no condice con su carácter pacífico reiteradamente reclamado por el Gobierno.
En especial, sorprende el silencio de las instituciones académicas (las contadas intervenciones son a título personal) y de los colegios profesionales relacionados (de científicos, médicos, geólogos e ingenieros). Lo único que medianamente se asemeja a un debate se vio en ocasión del ridículo fiasco protagonizado por el Ministerio del Gobierno en torno a la tonelada de “uranio” descubierta hace dos años en La Paz[1].
Un programa nuclear, en cualquier parte del mundo, implica cinco elementos: personal calificado, recursos financieros, tecnología, tiempo de maduración y transparencia y seguridad certificada por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), en cooperación con la agencia nacional responsable del programa.
Además, el hermetismo oficial no condice con el consenso generalizado que existe en torno a la urgencia de ampliar y mejorar el uso de la tecnología nuclear en Bolivia para fines médicos, industriales y de investigación. Un primer paso es dotar a los hospitales del país de tomógrafos PET para diagnosticar con gran precisión tumores y de aceleradores lineales para el tratamiento localizado de esas enfermedades. Ecuador, sin tener plantas, desde hace años ha emprendido el desarrollo de la medicina nuclear. Como otro ejemplo puedo mencionar la producción y certificación de material radiactivo utilizado en la medicina nuclear y en la industria de alimentos. Para eso la formación de recursos humanos y la investigación son imprescindibles, máxime cuando no existe en el país siquiera un curso de licenciatura en Física Nuclear.
La resistencia al programa nuclear, a pesar de los consensos mencionados, se debe a la insistencia del Gobierno en hablar de “plantas de energía nuclear”, incluso dando montos de su costo y ubicaciones poco creíbles. Se trata de la generación de energía eléctrica a partir de procesos de fisión nuclear, una tecnología que se remonta a mediados del siglo XX y que aporta actualmente menos del 20% de la electricidad producida globalmente. En América latina sólo dos países (Argentina y Brasil) tienen esas plantas y su incidencia en las respectivas matrices energéticas no llega al 5%.
Si hubiera un debate abierto y franco, sin secretismos innecesarios, los promotores de esta idea deberían mostrar que sus razones van más allá de argumentos pueriles como “salir de la cueva” o, peor, “responder al chantaje” de los países que poseen esa tecnología[2], por ejemplo demostrando “de cara al pueblo” que una planta nuclear es necesaria, conveniente y posible.
¿Es necesaria? Bolivia tiene suficientes fuentes renovables y no renovables de energía para el suministro de energía eléctrica y hasta excedentes para exportar. Lo que falta son inversiones para desarrollar esas potenciales por culpa de políticas energéticas equivocadas. Además, si se pensara en exportar electricidad (¿a quiénes?), no habría ninguna ventaja comparativa con respecto a otras fuentes que generan electricidad con subsidio.
¿Es conveniente? Opino que no, por el costo elevado de las plantas debido a los siempre mayores requisitos de seguridad[3], las exigencias descomunales de agua para el proceso de enfriamiento del reactor[4] y los riesgos y costos que supone tener que manejar escorias radiactivas durante cientos de años o desmantelar una central nuclear. Sin contar que se ha mencionado como posible ubicación de la planta el altiplano paceño, una región que no se caracteriza precisamente por abundancia de agua. ¡Ni se les ocurra pensar en el lago Titicaca, cuyas aguas son binacionales!
Desde luego es posible instalar en Bolivia una planta nuclear, pero el factor tiempo es fundamental. Por ejemplo, no hay que confundir los indicios de minerales de uranio en el país con la obtención de combustible nuclear. Desafortunadamente el proceso de enriquecer uranio es más complejo que la transformación del litio del salar en litio metálico para baterías, proceso que lleva ya ocho infructuosos años. En todo caso, ¿para que insistir en plantas nucleares como si su instalación fuera inminente, cuando las prioridades de un programa nuclear serio y factible son otras?
Al actual Gobierno no le gusta debatir, sino sólo dar rollos e imponer. En cambio, si hubiera un debate abierto y franco sobre la política nuclear, estoy convencido que los consensos mencionados podrían ampliarse a que Bolivia llegue, en un horizonte de veinte años y con la debida preparación, a la meta de tener plantas nucleares, incluso con base en nuevas tecnologías actualmente en desarrollo.
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