A la clase media pertenecen los ciudadanos que se sitúan entre la alta burguesía, dueña de los medios de producción y la finanza, y el proletariado, dueño de su fuerza trabajo. En general son profesionales, funcionarios, pequeños comerciantes y emprendedores, cuyo número se ha incrementado notablemente a partir de la Revolución Industrial o, en general, a medida que se genera y distribuye la riqueza, gracias al acceso a la educación y a la compra de bienes.
La clase media ha resuelto sus necesidades básicas a tal punto que se ha vuelto hoy en el objeto del deseo de la política electoral, la moda, la banca y en general de la oferta de bienes y servicios. La pertenencia a la clase media no es susceptible de medición cuantitativa uniforme, es más un fenómeno cultural, relacionado con la conciencia del poder: poder elegir, poder viajar, poder comprar, poder ser escuchado. De hecho, una persona en Bolivia puede poseer vivienda y carro, usar el transporte aéreo, tener acceso a la Internet y tiempo para actividades sociales, en suma gozar de un alto grado de bienestar, aun cuando sus ingresos califiquen en Europa sólo para la sobrevivencia.
En Bolivia el 53 por ciento de la población se declara de clase media, esa misma clase que entre 1999 y 2013 se habría incrementado en un 50 por ciento. De hecho, Evo Morales se atribuye el logro de haber incorporado nuevos sectores sociales a la clase media y no es casual que la gran mayoría de las altas autoridades del Estado pertenezcan a esa clase. Además, según se nos repite a diario, el modelo de desarrollo boliviano está basado en el incremento del consumo de la nueva clase media, la mejor aliada del proceso.
La Iglesia, a su vez, ha privilegiado tradicionalmente a la clase media con la pastoral, la educación y la salud. Hoy en día esas clases siguen siendo el sustento, también económico, de la Iglesia, en todo el mundo, sin que eso signifique exclusiones o discriminaciones. Sin embargo, es suficiente comparar la presencia de la Iglesia en las ciudades con su presencia en el campo para caer en la cuenta que hoy en día siguen existiendo preferencias.
En los años ’60 y ’70, especialmente en América Latina, muchos religiosos y laicos abrazaron la “Teología de la liberación”, una corriente de pensamiento y acción que el papa Francisco parece haber despojado del influjo marxista y resucitado bajo otras apariencias, mediante su crítica socio-ecológica a la sociedad moderna. De hecho, en los discursos de su reciente visita a Latinoamérica, difícilmente se encontrarán referencias o alusiones al rol de la clase media en el “proceso de cambio integral” que Francisco propone a la humanidad.
Se podría asumir que, con base en la experiencia europea, Francisco ve el peligro de aburguesamiento de las clases medias (“el discreto encanto” que retrataba Luis Buñuel). No creo que ésa sea su intención; pienso más bien que el actual Papa todavía no ha desarrollado una clara reflexión acerca del rol de la clase media en su programa de la ecología integral y humana. En mi criterio esa clase es la que mayor sensibilidad tiene por ese cambio gracias a su nivel de instrucción, la atención al bien común y a la ecología y su simpatía desinteresada por las causas de los indígenas y su entorno.
Para ser justo, es posible que a esa novata clase media boliviana también estaba dirigido el llamado a ser “memoriosos”, hecho a los religiosos en Santa Cruz; un llamado a “cultivar la memoria” de dónde venimos, del idioma que hablamos, de nuestras raíces culturales, de la sobriedad de nuestros padres y abuelos, de la sabiduría popular con que se nos amamantó y del amor “franciscano” a la hermana madretierra.
El autor es físico.
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