Se ha definido a la primera encíclica del Papa Bergoglio como “ecológica” y lo es sin duda, pero en el sentido que la Iglesia y la religión judeo-cristiana conciben a la ecología. En ese mensaje dirigido “a todos los hombres” Francisco toma posición, dando razón del nombre que escogió y del título de su encíclica, prestado del primer poema en lengua italiana, escrito por San Francisco hace 800 años. De manera valiente el Papa apoya el paradigma científico comúnmente aceptado que atribuye el deterioro ambiental del planeta principalmente a la acción del hombre y a la poca voluntad de emprender acciones urgentes que impidan llegar a “puntos de no retorno” previos a catástrofes ambientales.
Sin embargo, por más prestigiosa e influyente que sea la opinión de un Papa, no considero que enfatizar su apoyo a unas verdades científicas haga justicia a la riqueza y profundidad de su pensamiento. Después de haber leído toda la encíclica, me atrevo a definirla como “profética”, en el sentido bíblico de la palabra que no apunta a prever el futuro, sino a leer correctamente el presente para orientar las acciones futuras.
Por tanto, la lectura que nos propone Francisco de la crisis ecológica no es meramente científica, ni económica, tampoco social, ni siquiera ética. Es una lectura integral, profética, esencialmente espiritual, de la cual emanan algunas verdades que incomodan a todos. En el limitado espacio de esta columna, mencionaré algunas, a partir de una metáfora.
En varias películas que reflejan ambientes sociales degradados, las imágenes se centran en la suciedad y el desorden que existen por doquier, pero esa desgracia “ambiental” presentada es apenas una muestra de una degradación más dolorosa y profunda: pobreza, hambre, miseria, desempleo, abandono, violencia, entre otros.
Eso, subraya Francisco, es lo que está sucediendo con nuestro mundo: la degradación ecológica es sólo la muestra y consecuencia de la degradación espiritual, el extravío de los valores fundamentales de la existencia humana por parte un “antropocentrismo desviado”.
Reconocemos algunos ejemplos de lo anterior, particularmente locuaces e incómodos para la realidad boliviana, en la inversión de jerarquías entre política y economía, el rol protagónico del reduccionismo tecnocrático, el consumismo asumido como motor de la economía, la globalización destructora de las culturas locales, el urbanismo agresivo de la belleza y las personas, la irresponsabilidad intergeneracional, la angurria extractivista de la riqueza del subsuelo y de los bosques, el culto del mercado y el desprecio por el embrión humano, la pobreza y la discapacidad incluso por parte de quienes suelen defender otras manifestaciones de la vida.
En suma, el Papa invita a mirar, más allá y más adentro del “calentamiento global”, el “calentamiento espiritual” producto de la quema de “fósiles civilizatorios” que envenenan el pensamiento moderno con el individualismo, hijo del relativismo práctico, el dominio despótico sobre la naturaleza y el culto del “poder” en todas sus manifestaciones.
Más allá de un aparente pesimismo, casi catastrofismo, la última palabra en esa hermosa encíclica la tiene la esperanza, fundada en muchas “semillas” sembradas en diferentes campos, a imitación de la espiritualidad franciscana que nace del amor por la Creación en cuanto don de Dios antes que objeto de aprovechamiento económico y que ve en todas las criaturas, hasta en la muerte, unas “hermanas” amorosas.
En fin, no dejen que se la cuenten. Les invito a leer la encíclica con calma, respeto y recogimiento, a proclamarla ante los poderes y a aplicarla para contribuir a “recrear”, mediante el amor, nuestro único mundo.
El autor es físico.
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