La represión a la marcha indígena en defensa del Tipnis fue una gravísima violación a los derechos humanos y constitucionales de los indígenas marchistas, y no sólo por la brutal violencia que vimos todos cometer a la Policía. Aun si estos actos cobardes y despreciables no se hubieran producido, el hecho de impedir por la fuerza a un grupo de ciudadanos manifestarse pacíficamente al amparo de los derechos y garantías que les otorga la CPE, detenerlos ilegal y violentamente, y trasladarlos, siempre por la fuerza y contra su voluntad, a un lugar lejano donde se los abandone, es una grave violación a varios derechos humanos y garantías constitucionales, y constituye varios delitos de orden público.
Es la individual autoría intelectual de esto, hecho y hasta confesado con pretextos vulgares como el de “garantizar la seguridad” de los propios marchistas, y eufemismos trillados como el de “evacuarlos”, lo que los bolivianos debemos y queremos saber. Para ello, despejemos primero las hipótesis de la mentira.
Primero, la versión de Evo Morales de que la represión ocurrió porque “hay policías que me quieren perjudicar” es absurda, infantil y nos avergüenza a todos los bolivianos. Por el elemental acatamiento a los mandos, legalmente establecidos con total claridad, y por un hábito colectivo profundamente arraigado, es sencillamente impensable que los jefes policiales decidieran por sí solos un operativo de dimensiones tan grandes y de impacto social tan previsible y grave, sin la instrucción del ministro de Gobierno y, de paso, sin requerimiento ni presencia de fiscal alguno.
Al contrario, existen ya obvias y abrumadoras muestras de que Llorenti dio o transmitió la orden de reprimir, y que, para negarlo, dejó un reguero de cobardía y mentiras, como el requerimiento fiscal o endilgarle la orden al viceministro Oscar Farfán. Pero que la responsabilidad termine en Llorenti es también una deplorable mentira.
Así lo demuestra la conferencia de prensa que, simultáneamente a la que dio Llorenti en La Paz para justificar la represión, el ministro de la Presidencia, Romero, dio en Santa Cruz, exactamente con los mismos argumentos y palabras, sólo que, en vez del tono de pésame dado por celestial monjita que empleó Llorenti, lo hizo con tono de encendida y vengadora indignación por el jaloneo que había sufrido la polera del canciller.
¿Es tan persuasivo Llorenti y deficiente Romero como para ser éste rápidamente convencido por aquél para justificar pública y vehementemente un despropósito tan grave sin tener participación alguna o instrucción superior? ¿Conspiraron juntos, Llorenti y Romero, para planear, organizar, ejecutar y justificar la represión a espaldas de Evo Morales? ¿Cómo logró Llorenti que la FAB, sobre la que no tenía autoridad alguna, dispusiera de los aviones de la cooperación estadounidense para pretender transportar a los indígenas prisioneros, pasando incluso sobre la autorización norteamericana legalmente prevista?
Pero aun si se asumiese que Llorenti adquirió la malévola magia de hacer todo eso sin el conocimiento ni la aprobación de Evo Morales, ¿cómo se explica que éste, que no es tonto y conoce la hermenéutica de los aparatos del Estado lo suficientemente bien como advertir que tamaña operación no habría podido producirse sin la orden del ministro de Gobierno, no tome acción alguna contra el ministro desleal, alevoso y demencialmente temerario que le causó tan grave daño a sus espaldas?
Por el contrario, Morales tuvo que aceptar con indisimulado pesar la renuncia de Llorenti, impuesta por el repudio que la represión provocó en todo el país y dentro del mismo Gobierno, y lo despidió públicamente como a un héroe, con emocionado y húmedo agradecimiento y garantía de importantes funciones futuras.
Más inexplicable aun es que Morales haya cambiado radical y abruptamente su tan marcado estilo de concentrar personalmente las decisiones, particularmente las que involucran la intervención de la fuerza pública, como lo acreditan incontables casos durante todo su Gobierno, incluyendo la represión luctuosa en Caranavi. Más aun, que, justamente ante el conflicto social más sensible para su Gobierno, optara por desentenderse y permitir que otros tomen la salida represiva a sus espaldas.
La única explicación que cabe dentro de la verdad y la razón parte del mismo estilo de Gobierno de Morales: él concentra las decisiones, pero sólo se responsabiliza por las que son populares; para las otras, siempre hay un vocero, un intérprete o un chivo expiatorio. Por ello, la orden de represión tuvo que haber sido dada o autorizada por Evo Morales y, como tantas veces, quiere que otros den la cara y pongan la cabeza. Veremos hasta dónde llega el martirologio servil.
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