Luego de la llamada ‘guerra del agua’ en Cochabamba, el tema se hizo demagógico en extremo. Una de sus consecuencias fue la estatización en La Paz de la empresa Aguas del Illimani, subsidiaria del consorcio francés Suez-Lyonnese des Eaux. Podría habérsele exigido a ese grupo multinacional un cuadro tarifario que privilegie sectores de menores ingresos, tal vez podría haberse manejado también un proceso similar al realizado con las petroleras. Pero no, el régimen masista optó por lo estentóreo; una nacionalización llena de promesas que no se han cumplido. El Ministerio del Agua ha probado ser ineficaz y la Empresa Pública Social de Agua y Saneamiento (Epsas) parece ser la principal responsable de la crisis.
Desde 2002 (Pacto sobre Derechos Económicos y Culturales) 145 estados definieron el agua como un derecho que debería obligar a los gobiernos. Una vez calificada como “bien común de la humanidad”, se emitió una Resolución de las Naciones Unidas que tipificó el acceso al agua como “derecho humano”. Ese documento fue auspiciado internacionalmente por la administración actual, pero –por lo visto– solo de boca para afuera, ya que internamente no se hicieron las tareas.
El agua se necesita en una gama diversa: subsistencia, saneamiento, higiene, producción agropecuaria e industrias variadas. El asunto crucial es el manejo estatal. Si el Estado es ineficiente, los resultados serán desastrosos. Al ser el agua un derecho, el Estado tiene la obligación de proporcionarla y de procurar nuevas captaciones mediante acciones de largo plazo. Tal cosa requiere políticas concretas, sea la administración estatal o privada. La administración puede ser privada, pero será siempre regulada, pues el agua cubre necesidades sociales y su precio incluso puede subsidiarse, si así lo demanda una situación peculiar. Urge prevenir –además– peligros hídricos por inundaciones y sequías. Lamentablemente, hasta hoy el pregonado derecho de acceder al agua aún está lejos de gran parte del pueblo boliviano.
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