La defensa del TIPNIS adquirió fuerza cuando se convirtió en un movimiento de afirmación ética, de rechazo a la mentira y al abuso de poder, a la manipulación de las minorías y al uso instrumental de la ley y de los derechos.
Es indudable que en el núcleo del conflicto estuvo siempre el mismo Isiboro-Sécure en su doble condición de parque natural y de territorio indígena. Como todo conflicto, en éste se plantearon también muchos sentidos. Pero el que los articuló y les dio una fuerza nacional fue el de la demanda ética. Una demanda que no ha sido resuelta y que podría también envolver y fortalecer futuras movilizaciones.
La decisión del Gobierno de Morales de construir, sin consulta ni licitación, una carretera que atraviese el Tipnis demostró que la idea de que se fusionaran los derechos indígenas y ambientales fue correcta. Aunque por razones diferentes, los indígenas y los grupos ambientalistas unieron fuerzas y se apoyaron mutuamente en la movilización.
Por su parte, los ecologistas resaltaban el impacto destructivo que tendría la carretera sobre el bosque y sobre la vida silvestre. Por el suyo, los indigenistas denunciaban la contradicción entre el discurso oficial de la descolonización y la defensa de los derechos indígenas y el flagrante atropello que se cometería con una carretera que llevaría cultivos de coca y relaciones mercantiles hacia las comunidades originarias de la zona. El Gobierno, que había proyectado una imagen etno-ecologista a nivel mundial, se encontró de pronto atacado por ambos flancos y desde adentro. Sus respuestas lo mostraron huérfano de argumentos.
La opinión pública, sin embargo, desconfiando de la etnopolítica, observaba con simpatía el conflicto pero no parecía dispuesta a comprometerse. A su vez, los partidos de oposición no sabían cómo actuar. Si bien intuían el potencial del conflicto, sabían que tenía mucho de interno. La marcha se arrastraba lentamente por los caminos del Beni y quedó varada en Yucumo, evitando la violencia frente al bloqueo de los campesinos oficialistas.
Sucedió entonces lo impensando: la policía intervino la marcha con violencia, golpeando a la gente, deteniéndola y forzándola a dejar la zona. La prensa y los celulares difundieron los acontecimientos y el conflicto adquirió, instantáneamente, una dimensión nueva: la defensa de los derechos humanos.
Este hecho no solamente añadió un nuevo tema al conflicto, sino que le dio una dimensión más amplia y profunda, de carácter ético. El Gobierno, percibido hasta entonces como una fuerza desarrollista luchando contra los primitivos, los ecologistas radicales o las minorías políticas, se reveló como un transgresor de sus promesas. Las mentiras, hasta cierto punto toleradas en la política, se mostraron excesivas. El tema de la carretera que amenaza la vida silvestre y las culturas indígenas pasó a representar también la demanda ética: que se haga o no la carretera no puede decidirse de esa manera, con esos modales. Incluso personas que apoyaban el proyecto gubernamental se sumaron a la protesta: “carretera sí, pero no así”.
Y es que en la ética poco importan las palabras. La moral no está en los discursos sino en las acciones, y es por eso que los modales importan. Es en ellos que se muestra. Aún si los valores no son explícitos, la intuición y la subjetividad saben leerlos en los actos.
Por eso creció el movimiento, porque rechazó las maneras abusivas y mentirosas que exhibía el Gobierno. Cuando el 63% de la gente votó a su favor, no solamente le dio poder sino confianza en sus promesas. Las acciones que tomaba en relación al Tipnis y a los marchistas, una tras otra, lo mostraban traicionando a los indígenas, a los ecologistas, a los defensores de los derechos humanos, a los demócratas que creyeron que sería diferente. Fue por eso que el conflicto dejó de ser ajeno para el resto de la población, que se involucró de mil maneras: donando ropa, alimentos y medicinas, aportando con dinero, firmando peticiones, marchando en las calles, apoyando vigilias y, al final, convirtiendo la llegada de los marchistas en una fiesta que le enrostraba al Gobierno, frente a los balcones mismos de Palacio, el repudio a sus modales.
Que el Gobierno aceptara la ley corta no fue entonces la victoria de una utopía ecologista que anuncia una nueva civilización.
Tampoco es cierto que en la movilización hubiera un rechazo nacional al socialismo estatista o al etnocentrismo aymara, ni un repudio al capitalismo transnacional que busca apropiarse de nuestras riquezas. Esas interpretaciones tienen algo de cierto porque se refieren a los orígenes del conflicto, pero desconocen su evolución, por eso son excesivas. Si el movimiento del Tipnis adquirió fuerza ciudadana fue porque se transformó en un movimiento de afirmación de valores morales: sinceridad, solidaridad, respeto del otro y de la ley, valoración de los derechos.
El Gobierno no parece haberse dado cuenta de lo sucedido. Con sus actitudes sigue minando la confianza de la gente y poniendo en evidencia la fragilidad de sus promesas. Por ejemplo, luego de haber admitido la demanda indígena con una ley, se negó a cambiar el contrato de la carretera y, por si no fuera suficiente, ha buscado movilizar presiones que le permitan romper el compromiso que adquirió con los marchistas. Esto agrava su problema. Si antes el Gobierno mostró que su palabra tiene poco valor, sus actitudes posteriores sugieren que tampoco lo tiene su propia ley. La gente estará preguntándose cuánto de su Constitución respetará y, si no, ¿cuáles serán sus límites?
Como los discapacitados, que ya llevan semanas marchando hacia La Paz, es probable que surjan cada vez más grupos reclamando el cumplimiento de promesas. Su reclamo no siempre logrará la visibilidad del Tipnis, pero es probable que cada uno alimente aún más la demanda ética que hemos detectado. Satisfacerla fue, en el fondo, la promesa más importante que se hizo al país y es, tal vez, la única cuyo cumplimiento de verdad se espera.
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