Nuevamente las autoridades de Gobierno intentan reducir la subvención a los carburantes, bajo el racional criterio de que se trata de una erogación de dinero que no es sostenible, pues en la siguiente gestión alcanzará a más de 1.000 millones de dólares.
Llegar a este punto es consecuencia de dos perversas decisiones: una, en el ya lejano 1997, cuando el gobierno del general Hugo Banzer decidió eliminar el incremento paulatino y con bandas límites inferiores y superiores de estos precios. La otra, la visión ideológica de las actuales autoridades que se desentendieron del tema hasta finales del año 2010, cuando en un rapto de entusiasmo y convencidas de la fuerza personal del Primer Mandatario incrementaron los precios en un promedio de más del 70 por ciento, provocando una contundente reacción que las obligó a dar un paso atrás, al costo de una fuerte pérdida de legitimidad, de la que hasta ahora no se reponen, porque, además, se dejó sin sustento el discurso triunfalista sobre el manejo de la economía. Es decir, se mostró que la bonanza económica no se debía tanto a la gestión como al aumento de los precios de las materias primas.
Pero, al mismo tiempo, desde enero de 2011 buscan fórmulas para reducir o eliminar el subsidio sin provocar una eclosión social. Hay por lo menos tres razones fundamentales para atacar este subsidio. Primero, que es ciego, lo que afecta la equidad social. Segundo, los que más se benefician de éste son los contrabandistas —por la diferencia de precios respecto a los países vecinos— que, además, establecen sólidas alianzas con comunidades fronterizas cada vez más empoderadas. Por último, porque pagar este subsidio significa retacear recursos a proyectos de desarrollo y servicios cada vez más demandados.
En este contexto, la iniciativa gubernamental de reducir el descargo de impuestos por el consumo de carburantes es racional, así sea que, por ahora, el monto a recaudarse sea ínfimo en relación al total, pero se trata de un primer paso al que debería seguir otros que tengan como objetivo no gravar a los más pobres.
Bajo esa lógica, asombra la reacción tradicional de algunos dirigentes opositores para deslegitimar la decisión sin proponer alternativas que permitan enfrentar un tema que saben que es insostenible, y olvidando, muchos de ellos, lo que hicieron en este campo cuando estaban en el poder y tenían capacidad de decisión, todo ello para aprovechar, con una visión de corto plazo, un resquicio (de los muchos que tuvieran si actuaran con nuevas lógicas) para ser ellos mismos parte de la agenda pública.
Pero, de la misma manera en que actúa esta oposición, las autoridades, pese a que están conscientes de que es importante eliminar equitativamente este insostenible subsidio, mantienen un irresponsable discurso triunfalista sobre la economía que contradice y deslegitima el objetivo mayor. De ahí que también es hora de que, con un poco de autocrítica y humildad, expliquen con transparencia el tema a la sociedad y las limitaciones estructurales de nuestra economía. De lo contrario, ellas mismas conducirán, pese a buenas ideas, a provocar nuevas reacciones en contra.
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