H a sido tal la bonanza económica que ha estado viviendo el país en la última década, que el Gobierno se dio el lujo de estropear a su gusto el mercado interno, confiado en que jamás se detendría el chorro proveniente de los productos de exportación, minerales y gas, que hoy están comenzando a generar preocupación. Obviamente lo hizo por razones políticas, para debilitar a las élites económicas tradicionales y para generar una dependencia casi exclusiva de los sectores productivos controlados por el Estado.
Ni siquiera cuando en el 2009 se produjo un bajón en el precio del petróleo, que redujo en 1.500 millones de dólares el valor de nuestras exportaciones y provocó algunas complicaciones con la inflación, hizo reaccionar a los gobernantes, que aquella vez hablaron de blindaje, argumento que siguen manteniendo hoy, cuando la situación parece mucho más grave y cuando se habla en lo inmediato de una caída de 700 millones de dólares en los ingresos fiscales.
En los últimos diez años el mercado interno sufrió fuertes estocadas y se perdieron importantes espacios de comercialización. Es largo enumerar, pero se puede citar a la industria forestal, la actividad textil, el azúcar, el maíz, la cadena de la soya como los más afectados. Salvo la soya y el azúcar, que han sobrevivido gracias a los buenos precios, el resto se mantiene en medio de la inanición.
Si el Gobierno pretende que los factores externos no nos afecten como se calcula, tendrá no solo que reactivar estos sectores internos, darles condiciones, seguridad jurídica, levantar las restricciones, sino que deberá apelar a otras medidas como un ataque decidido hacia el contrabando, el abandono de las políticas de hostigamiento a las empresas formales y por supuesto, dejar de ser tan contemplativo con los informales, con los chuteros, ropavejeros y otros que no pagan impuestos, que no generan recursos públicos y que le hacen competencia desleal a quienes contribuyen con sus tributos y con la generación de empleos.
Proteger el mercado interno también es recurrir a la austeridad. Dejar los lujos innecesarios, los caballos para los militares, los aviones y los palacios y destinar recursos a la producción, pero no a las empresas estatales que se llevan la mitad del presupuesto por puro derroche nomás, sino a quienes siguen esperando por la revolución productiva que se prometió hace mucho. No estamos hablando de subsidios, que hay de sobra, sino de fomento, estímulo crediticio, apoyo en la investigación, tecnología y la reapertura de mercados que se perdieron por concentrarse en el Alba, en las relaciones con Irán y Cuba, que no han generado ni un solo negocio prometedor para el país.
Algunos creen que la mejor estrategia para enfrentar el periodo de “vacas flacas” que se avecina sería crear un fondo de emergencia, apelar a los ahorros, esperando que vuelvan a subir los precios para retornar a la “normalidad” del derroche, del estímulo del crecimiento a través del consumo y la política de la repartija como disimulo de nuestra pobreza e incompetencia para enfrentar los problemas como lo hacen los países serios, es decir, con producción y trabajo. Eso sería insistir en la estrategia de la incertidumbre, en la apuesta al mercado externo, confiar en los precios y mantenerse en la fragilidad y la dependencia en la que nos encontramos desde que los españoles llegaron a este territorio.
Si el Gobierno pretende que los factores externos no nos afecten como se calcula, tendrá no solo que reactivar estos sectores internos, darles condiciones, seguridad jurídica, levantar las restricciones, sino que deberá apelar a otras medidas como un ataque decidido hacia el contrabando, el abandono de las políticas de hostigamiento a las empresas formales y por supuesto, dejar de ser tan contemplativo con los informales.
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