A la pelota se le puede pegar tres dedos o mordida, de puntín, de chilena, en palomita, de chanfle, en comba, de volea, colgadita, a quemarropa o con efecto para probablemente dejar al arquero en ridículo o a contrapié. Eso siempre y cuando el “cuidapalos” no haya puesto un cerrojo en su portería porque, de ser así, nadie —mucho menos el “tronco”— podrá meterle un gol ni al arcoíris.
Atrás quedaron los buenos tiempos en los que los extremos se llamaban wines y los actuales “cancerberos”, goalkeapers. Ya no hay más backs ni marcadores de punta: ahora los laterales son más delanteros que defensores y van y vienen como antes solamente lo hacían los número ocho, cuando el 8 era 8. En la línea de fondo estaban cuatro clavados y no cinco ni tres. Y el 5 era clásico; no había doble cinco, o sea, diez.
A propósito, no existen más las alineaciones del 1 al 11, así que el 9 no es más el 9 de área, el que tenía el arco “entre ceja y ceja”. La redonda, o la “caprichosa”, tampoco es la número cinco que de chicos resultaba enorme para nuestros pies; ahora “no se mancha” y, encima, “no dobla” a partir de no sé cuántos metros sobre el nivel del mar. Antes, por otra parte, el árbitro era un señor respetable que prefería la sobriedad, andaba siempre de negro y no se dejaba seducir por la alta costura de la patibularia FIFA.
Por lo menos, el fútbol todavía tiene punteros, mediocampistas y defensores, obreros que tiran y construyen paredes, líneas compactas que se adelantan y hacen pressing. Aunque los goles, al menos en España, ahora se “encajan”; soeces se han vuelto los “monárquicos” y ni a su madre respetan, a la Madre Patria que los parió… pero, dejemos en paz a los españoles, que últimamente no encajan sino encasillan. Hasta las ironías —como los insultos— han cambiado… nunca serán lo mismo profiriéndose por Internet.
Ahora el debut se produce cada vez más temprano, el jugadorcito no pasa por la primera porque el club grande se lo lleva cuando ni siquiera sabe precisar en el mapa adónde va. Antes, el futbolista salía del potrero, de la calle; a lo sumo del club del barrio, cuando no de la Academia Tahuichi. Ahora, ni siquiera de las inferiores: de la cantera.
De vez en cuando aparecería un crack, un “distinto” que la tenía atada. Ése era el que metía los caños, hacía las bicicletas, daba los pases de rabona y cuando marcaba los goles, babeaba el escudo de la camiseta mientras salía corriendo para abrazarse con la hinchada, como un hombre araña, en el alambrado de la popular.
Era así el fútbol cuando el soccer y hat trick no existían y el negocio dejaba un hueco a la nostalgia. Un pase exacto se entregaba “como con la mano” y generalmente de “zurda mágica”, los centros eran “a la olla”, un “fuera de serie” desparramaba defensores y, si no se “engolosinaba” o se la “morfaba”, metía unos golazos que conmovían hasta las lágrimas porque eran “agónicos” y entraban allá “donde duermen las arañas”; los hacían “de taquito” o “de caño” y, así, no teníamos más alternativa que gritarle al arquero: “¡ponete sotana!”.
Antes, no se sabía qué distancia recorría un jugador durante un partido, eso no importaba. Y al equipo lo alentábamos sobre tablones que se movían como puente colgante, porque, antes, ¡el fútbol se vivía, pues!
El fútbol, como dice Menotti, es mucho más importante que un juego de vida o muerte. Por eso yo no quiero un Mundial en mi país, para que nos sienten a todos como en un teatro y nos obliguen a ser educados. Quiero ver los partidos como Dios manda, comiéndome las uñas y dirigiéndome al réferi con el lenguaje florido del fútbol.
El autor es periodista y escritor
1 comentario:
Gracias, Mauricio.
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