Las terribles imágenes que se han conocido de la catástrofe producida por el terremoto que asoló Haití la noche del martes son doblemente impactantes. Por un lado, como siempre lo son los registros de numerosas víctimas inocentes a causa de un desastre natural -entre muertos, heridos y damnificados-, que destruye en segundos lo que las personas han construido en décadas, y que obliga a un penoso y doloroso esfuerzo para volver a ponerse de pie. Por otro lado, porque esas imágenes son un crudo recordatorio de que los esfuerzos que por años ha realizado la comunidad internacional para que la nación caribeña deje atrás su condición de país más atrasado del continente han sido, a todas luces, muy insuficientes.
La propia magnitud de la tragedia da cuenta del permanente estado de postración y del profundo subdesarrollo de Haití: tanto las labores de rescate como la determinación de los afectados y daños materiales se ve complicada por la carencia de recursos e instituciones para llevar adelante estas tareas.
Todas las estadísticas haitianas reflejan un panorama desolador: desde el hecho que las tres cuartas partes de la población vive en la pobreza (con menos de dos dólares al día) hasta una tasa de alfabetización de sólo 52%; desde la esperanza de vida de 59 años al nacer a la tasa de mortalidad infantil de 125 por mil para menores de cinco años; desde el 50% de la población que tiene acceso a instalaciones sanitarias al mismo porcentaje que se alimenta con menos del consumo calórico mínimo recomendado por la OMS.
Un país en esas condiciones va a necesitar mucha ayuda para superar las consecuencias de un terremoto como el de esta semana. Y por eso este es un momento propicio para que aquellas naciones que a partir de la intervención de Naciones Unidas en 2004 comprometieron importantes contribuciones -en recursos y asistencia-, pero que aún no la han materializado, concreten esos aportes e, idealmente, los amplíen en función de la grave crisis humanitaria actual. La misión de paz de la ONU en Haití y luego la Misión de Estabilización (Minustah) -en la cual Chile ha jugado un rol destacado, junto a otros 17 países que aportan efectivos militares, bajo el liderazgo regional de Brasil- aún están muy lejos de cumplir sus objetivos originales, que equivalían a una virtual refundación del Estado haitiano para que, por primera vez en su historia, pueda proveer a sus habitantes niveles básicos de seguridad y gobernabilidad, con todo lo que eso implica en términos de desarrollo económico y humano.
Los países de América Latina no pueden permitir que se prolongue en la región -su inmediata esfera de influencia e interés- un estado de cosas como el que prevalece en Haití, más aún ahora con la situación generada por el sismo y por la urgencia de aliviar sus efectos. Para ello no hay sólo razones humanitarias, de por sí acuciantes, sino la urgencia de resolver la situación de lo que es, sin eufemismos, un Estado fallido, que conlleva problemas y amenazas de distinto tipo para sus habitantes y para todos sus vecinos.
Así, no se puede perder de vista, en medio de los esfuerzos por hacer frente a esta emergencia, un enfoque de largo plazo que dicta que el compromiso con Haití de la comunidad internacional, en especial la latinoamericana, debe ser sostenido. Sobre estas premisas Chile ha participado en la Minustah, en función de la forma en que concibe su responsabilidad en la arena regional y global.
Esto no significa que la intervención internacional en Haití deba ser indefinida, pues la meta final es que los propios haitianos puedan estar en condiciones de hacerse cargo de su destino. En este sentido, es preciso definir mejores mecanismos para evaluar su progreso y corregir sus errores. Lo hecho hasta ahora no es poco y debe ser valorado, pero un desastre natural ha puesto de relieve cuán complejo es lo que falta por hacer.
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