Quienes de una u otra forma se han vinculado con espacios que arrastran siglos de colonización a sus espaldas, saben que la ausencia de conocimiento para decidir sobre políticas de Estado es una de sus más funestas herencias.
La madre tierra de los bolivianos que aspiran a ‘vivir bien’ (concepto que se debate desde 1914) sin destruirla, y no por la voluntad de ningún gobierno de turno, sino gracias a grandes movilizaciones ciudadanas urbanas y rurales, debe ser una de las más afectadas por la crisis que no deja que muera un pasado individualista, ‘extractivista’ y capitalista de 500 años, en el que los enemigos no son los personajes políticos de turno, sino los modelos de ‘desarrollo y progreso’ que son los responsables de la destrucción de vastas regiones del país (la minería, por ejemplo).
En 2006, el presidente de los bolivianos declaró públicamente el rechazo a los transgénicos, postura que se expresó además en la Constitución Política del Estado. La misma postura se constituye en impostura cuando se lee el art. 409, modificado a espaldas de los pueblos para abrir el paso a los transgénicos.
Cinco años después, la impostura también anunció la Ley de la Revolución Productiva, que abre la producción, importación y comercialización de organismos genéticamente modificados (transgénicos) violando la Ley de Derechos de la Madre Tierra, que establece: a) el derecho a la preservación de la diferenciación y la variedad de los seres que componen la Madre Tierra, sin ser alterados genéticamente ni modificados en su estructura de manera artificial, de tal forma que amenace su existencia, funcionamiento y potencial futuro, y el derecho al mantenimiento de la integridad de los sistemas de vida, y b) los procesos naturales que los sustentan, así como las capacidades y condiciones para su regeneración.
No hay ninguna novedad en el tema de los transgénicos; se trata de una estrategia de poder muy antigua: quien tiene la semilla tiene el alimento y, por tanto, el poder. Las semillas transgénicas vienen con todo el paquete tecnológico, fertilizantes, agroquímicos y maquinaria; poderosas empresas transnacionales se enriquecen con el negocio. Estas semillas están patentadas, no se reproducen y generan dependencia en quien las vende.
Al adquirirlas, como política de gobierno, dejamos de lado miles de semillas (valores genéticos) que sustentan la autonomía alimentaria de los pueblos y la base de la diversidad genética de nuestros ecosistemas. Hace algunas semanas una transnacional patentó la quinua chilena para modificarla genéticamente y venderla en esta condición, con derechos exclusivos. Perú ha prohibido los transgénicos por diez años.
El modelo agroindustrial no está interesado en la soberanía alimentaria del país, sino en sus exportaciones. Importamos papa y casi el 40% de lo que comemos. Se suma el anuncio de la ampliación de la frontera agrícola como otra revolucionaria medida.
La madre tierra de los bolivianos que aspiran a ‘vivir bien’ (concepto que se debate desde 1914) sin destruirla, y no por la voluntad de ningún gobierno de turno, sino gracias a grandes movilizaciones ciudadanas urbanas y rurales, debe ser una de las más afectadas por la crisis que no deja que muera un pasado individualista, ‘extractivista’ y capitalista de 500 años, en el que los enemigos no son los personajes políticos de turno, sino los modelos de ‘desarrollo y progreso’ que son los responsables de la destrucción de vastas regiones del país (la minería, por ejemplo).
En 2006, el presidente de los bolivianos declaró públicamente el rechazo a los transgénicos, postura que se expresó además en la Constitución Política del Estado. La misma postura se constituye en impostura cuando se lee el art. 409, modificado a espaldas de los pueblos para abrir el paso a los transgénicos.
Cinco años después, la impostura también anunció la Ley de la Revolución Productiva, que abre la producción, importación y comercialización de organismos genéticamente modificados (transgénicos) violando la Ley de Derechos de la Madre Tierra, que establece: a) el derecho a la preservación de la diferenciación y la variedad de los seres que componen la Madre Tierra, sin ser alterados genéticamente ni modificados en su estructura de manera artificial, de tal forma que amenace su existencia, funcionamiento y potencial futuro, y el derecho al mantenimiento de la integridad de los sistemas de vida, y b) los procesos naturales que los sustentan, así como las capacidades y condiciones para su regeneración.
No hay ninguna novedad en el tema de los transgénicos; se trata de una estrategia de poder muy antigua: quien tiene la semilla tiene el alimento y, por tanto, el poder. Las semillas transgénicas vienen con todo el paquete tecnológico, fertilizantes, agroquímicos y maquinaria; poderosas empresas transnacionales se enriquecen con el negocio. Estas semillas están patentadas, no se reproducen y generan dependencia en quien las vende.
Al adquirirlas, como política de gobierno, dejamos de lado miles de semillas (valores genéticos) que sustentan la autonomía alimentaria de los pueblos y la base de la diversidad genética de nuestros ecosistemas. Hace algunas semanas una transnacional patentó la quinua chilena para modificarla genéticamente y venderla en esta condición, con derechos exclusivos. Perú ha prohibido los transgénicos por diez años.
El modelo agroindustrial no está interesado en la soberanía alimentaria del país, sino en sus exportaciones. Importamos papa y casi el 40% de lo que comemos. Se suma el anuncio de la ampliación de la frontera agrícola como otra revolucionaria medida.
* Ambientalista