Mercedes Arancibia.- “El Fondo Monetario Internacional estudia todas las posibilidades para ayudar a Haití”. Son declaraciones de Dominique Strauss-Khan, director del FMI, tras el terremoto de intensidad 7 en la escala de Richter que, en las primeras horas de la noche (hora europea) de ayer, causó daños inimaginables en la isla (media isla, recordemos, la otra mitad es la República Dominicana). Así, a bote pronto, y desde la ingenuidad de la ignorancia de los protocolos políticos, a uno le parece que hay poco que estudiar, al menos en este momento. Lo que se impone ahora es cancelar la deuda internacional de uno de los países más pobres del mundo, y el más pobre de todo el continente americano, enviar toda la ayuda humanitaria que se pueda, sin escatimar un dólar ni perder tiempo decidiendo qué tipo de opciones pueden resultar más rentables políticamente para sus patrocinadores.
Esto vale para el FMI pero también para la nación más rica del mundo –EEUU- que se encuentra a un paso de avión de Haití, lo mismo que para Francia, que tiene contraída una deuda histórica con una población que, en la escuela, aprende su lengua aunque en la intimidad de los hogares hable una mezcla confusa de criollo y francés, plagada de zetas, de imposible pronunciación para un foráneo. Y, naturalmente, vale igualmente para el resto de los países del planeta que, en momentos como este, tienen obligación de volcarse, corriendo en ayuda de un pueblo duramente probado por una historia hecha de esclavitud y miserias acumuladas, desagradables experiencias políticas y sobre todo una situación geográfica muy peligrosa: en Haití confluyen dos placas tectónicas que, según datos de expertos consultados, se acercan o se retiran en torno a los 2 cm. anuales, según las estaciones y los años.
Ciclones, tormentas, tifones, maremotos, seísmos… cada nueva estación una catástrofe natural que se suma a las distintas “catástrofes políticas” de uno de los países más inestables del mundo, minado por la crisis y totalmente abandonado por la comunidad internacional, que mantiene en la isla un contingente de 9.000 militares y civiles (MINUSTAH, teóricamente encargado de estabilizar el país) desde 2004, cuando los enfrentamientos entre partidarios y opositores del anterior presidente, el ex cura católico Jean-Bertrand Aristide, causaron miles de muertos, que permanecieron durante días tirados en la calles de la capital.
El terremoto de anoche ha afectado especialmente a la capital, Puerto Príncipe, donde se aglomeran y malviven cuatro millones de personas, casi la mitad de los habitantes del país, 12.000 de los cuales lo abandonan cada año para tentar la suerte en la emigración, con algunos destinos de preferencia: el sur de los Estados Unidos, las otras islas caribeñas de habla francesa y “la metrópoli”, que es como llaman a París los habitantes de los actuales Departamentos de Ultramar y las antiguas colonias francesas.
Haití tiene al 80% de su población viviendo por debajo del umbral oficial de la pobreza, 2 dólares al día, y una gran parte de esos seis millones de personas viviendo literalmente “del aire”; un índice de paro por encima del 60% y una esperanza de vida que no pasa de los 60 años. Circunstancias todas que han acabado por crear un caldo de cultivo especialmente propicio a la organización de bandas criminales que aprovechan el mínimo resquicio social para saltar a la calle, metralleta en mano, y diezmar a la población casi tanto como el hambre.
En las imágenes que nos están llegando en estas horas, el estado en que han quedado los edificios de Puerto Príncipe evidencian esa misma pobreza: las paredes que se mantienen en pie más parecen malos decorados de cartón que hogares. Y el ambiente, una vez pasado el momento de terror, es de auténtico caos. Puerto Príncipe es hoy un “no man’s land” donde ya han empezado los saqueos, pero puede pasar cualquier cosa. El hambre y el miedo son malos consejeros.
Por eso, ahora no es el momento de empezar a estudiar “posibilidades para ayudar a Haití”, sino el de acudir inmediatamente en su ayuda. Como no podía ser de otra manera, las ONG ya están llegando desde otros países del continente para, una vez más, llevar a cabo las tareas que no hacen los Estados.