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jueves, 27 de marzo de 2014

llegar a la conclusión de "no haber cambiado nada en Palmasola" no es fácil. para El Deber es tema obligado. 50 o más víctimas, 35 fallecidas en el drama vivido sólo hace pocos meses en ese horripilante recinto, no han sido suficientes para resolver el problema estructural. que la Policía no salga por peteneras. cuando dejen de percibir "su cuota" en los cobros ilegales por seguro de vida y derecho de pisa y otros, entonces habrá marcado el principio del fin, mientras Jueces, Fiscales y Policías siguen lucrando con el dolor de los reclusos y sus familiares.

Un joven de 20 años se ha convertido en una nueva víctima del horror en la cárcel de Palmasola, donde nada parece haber cambiado desde la masacre que se produjo en agosto de 2013. Aquella vez un enfrentamiento entre reclusos derivó en una carnicería que costó la vida a 35 personas, quedando heridas más de una veintena. Ahora, la falta de dinero para pagar el famoso ‘seguro de vida’ o ‘derecho de piso’ que es exigido por reos a quienes ingresan por primera vez a la cárcel, convirtió al citado joven en blanco de abuso sexual cometido por otros internos en uno de los ambientes del tenebroso recinto. El muchacho prefirió guardar silencio por temor a perder la vida a manos de sus agresores, pero la Unidad de Víctimas Especiales inició de oficio las investigaciones que han derivado en el aislamiento de tres supuestos implicados en el vejamen.

Ante lo ocurrido, el nuevo jefe de la Policía en Santa Cruz pidió la dotación de cámaras de seguridad para controlar Chonchocorito, el pabellón de máxima seguridad donde están encarcelados los reclusos más peligrosos. Pero no se trata solamente de reforzar la vigilancia sobre un determinado sector para evitar crímenes y abusos entre los internos. El problema de fondo es que desde los terribles sucesos del año pasado, cuando autoridades locales y nacionales hablaron de construir prioritariamente una nueva penitenciaría, en la actual se mantienen inalterables las condiciones irregulares de funcionamiento, nada menos que en la ciudad más afectada por la delincuencia en el país. 

Esas condiciones incluyen un hacinamiento infrahumano, pues alberga a más de 5.000 personas (su capacidad solo es para unas 1.200 a reventar) que son vigiladas por no más de un centenar de policías mal pertrechados. Frente a semejante disparidad numérica se deduce que el control interno está en manos de los reclusos.

Se explica entonces por qué portar armas, utilizar teléfonos celulares, consumir alcohol y drogas son, entre otros, asuntos de rutina para presidiarios que gozan de licencias y concesiones absurdas en un penal donde la corrupción y los excesos, los sangrientos ajustes de cuentas y la planificación de muchos delitos que se cometen muros afuera con espantosa frialdad y frecuencia, son moneda corriente. Todo entonces configura un cuadro que se mantiene inalterable porque nada, en sustancia, cambió en Palmasola, ‘modelo’ de uno de los peores sistemas penitenciarios del mundo y cuya reforma sigue siendo una asignatura pendiente.

Consejo Editorial: Pedro F. Rivero Jordán, Juan Carlos Rivero Jordán, Tuffí Aré Vázquez, Lupe Cajías, Agustín Saavedra Weise y Percy Áñez Rivero

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